Arístides Vargas: «El Teatro restituye el juego perdido de la infancia»

El Corral de Alcalá representa La edad de la ciruela, un clásico del repertorio del dramaturgo argentino que casi tres décadas de su estreno, se mantiene totalmente vigente

Arístides Vargas | Foto cedida por el dramaturgo

Una entrevista de Gabriel Pérez de Castro

El Corral de Comedias de Alcalá de Henares arranca la temporada 2025-26 con La edad de la ciruela, una de las obras más representadas del dramaturgo Arístides Vargas. Con más de 600 funciones y más de tres décadas de vida, desde su estreno en 1996, el Corral presenta esta versión, bajo la producción de Teatro Malayerba, los días 26 y 27 de septiembre. La obra, escrita y dirigida por el reconocido dramaturgo argentino, cuenta con las actuaciones de Charo Francés (cofundadora de la compañía) y Liliana Moreno como Eleonora y Celina respectivamente. El montaje regresa para explorar la memoria, y el reencuentro mediante cartas con las que se reconstruyen los territorios del pasado de nueve mujeres. Con motivo de este estreno en el Corral, hablamos con Vargas sobre sus orígenes, su relación con el teatro y cómo la biografía personal impregna su escritura.

Pregunta: Me gustaría comenzar hablando de tu juventud, porque me parece muy curiosa la manera en la que tú llegaste al teatro, o el teatro llegó a ti. ¿Podrías contarnos un poco?

Arístides Vargas: Fue en mi adolescencia, cuando empecé a hacer los primeros talleres de teatro. En aquel entonces trabajaba como obrero en una fábrica. Era un adolescente obrero y odiaba ese trabajo; siempre pensaba que tenía que salir de ahí. Descubrir el teatro fue para mí, extraordinario, porque supuso una puerta hacia la liberación de esa imagen oscura y opresiva. Más tarde entendí que el teatro, en mi caso, restituyó el juego perdido de la infancia. Yo acusé mucho la pérdida del juego infantil al entrar en la adolescencia, y una de las formas de recuperarlo fue el teatro.

P: Y cuando descubres el teatro, ¿lo primero que aparece en ti es la vocación de actor, antes que la de autor?

R: Sí, sí, sí. Siempre me interesó el juego. De hecho, muchos de mis talleres de dramaturgia son grandes despliegues de juegos vinculados con la actuación. Yo fui primero actor, porque el cuerpo demandaba ese juego. Después apareció la dirección y, por último, la dramaturgia. Estudié para ser actor en la universidad, pero no terminé la carrera porque fui exiliado a los veinte años a Ecuador, durante la dictadura argentina. Muchos años después, me otorgaron un título honoris causa precisamente por aquella expulsión.

P: En esos primeros años, ¿cómo te imaginabas la profesión y cómo ha sido la realidad?

R: No me imaginé nunca como un profesional en el sentido clásico, como lo puede ser un abogado o un médico. Lo que más me atraía era el juego y la posibilidad de reinventarme constantemente en los mundos que me ofrecía el teatro. No pensaba en integrarme a un universo laboral con leyes económicas establecidas. Más bien lo que buscaba era desintegrarme de un universo opresivo y entrar en otro que me dejara ensayar realidades diferentes. Nunca he pretendido triunfar en el sentido clásico. En el fondo, todos hacemos teatro porque necesitamos afecto, porque buscamos que nos quieran. El teatro es un espacio de solidaridad y de afectos, y quienes habitamos ese universo somos afortunados.

P: Has mencionado tu exilio a Ecuador. Es algo muy presente en tu trayectoria. ¿Hubieras sido el mismo creador sin esa etapa?

R: No lo sé, pero creo que no. Yo he construido lo que llamo “la letra exiliada”. Muchos de mis personajes no pertenecen a un lugar concreto; habitan un espacio intermedio entre lo que dejaste y lo que piensas que vendrá. Ese no-espacio se parece mucho al escenario: contiene todos los lugares posibles y, al mismo tiempo, ninguno. Sin el exilio no hubiera construido los mundos que he creado. Y no hablo solo del exilio político. Se puede estar exiliado en la propia casa, sentir que el lugar donde estás no te contiene. Esa idea también conecta con muchos jóvenes que han visto mis obras: ellos se reconocen en ese sentimiento de desarraigo.

P: En varias ocasiones has dicho que hay que “disputarle al sistema los espacios simbólicos”. ¿Qué poder tiene hoy el teatro como herramienta de resistencia?

R: El teatro y el arte en general tienen una enorme responsabilidad. Vivimos en una realidad salvaje, brutal. Pienso en Argentina con Milei, en lo que ocurre en Israel, en Palestina, en el avance de la derecha en todo el mundo. El teatro es un lugar donde podemos ensayar la posibilidad de otro mundo. Y sí, hay que disputarle al sistema espacios como la libertad, una palabra que la derecha se ha apropiado. Nosotros debemos resignificarla desde lo humano. Esa es la tarea: no ceder al discurso del odio ni conformarnos con un teatro que no diga nada. Hay que hablar con la gente de la calle, compartir con ellos la experiencia del teatro, que es un arte que siempre echa ancla en el pasado y en la memoria.

P: Me interesa tu relación con los textos. ¿Eres celoso de tus palabras o dejas que los actores y directores las transformen?

R: Para mí la dramaturgia es toda la experiencia teatral: lo que veo, lo que escucho, lo que dicen los cuerpos. No son solo las palabras escritas. También es la dirección, la actuación, la música, la escenografía. El arte está en equilibrar todas esas dramaturgias. No me interesa que se sobreponga una sobre la otra, sino que se entretejan. El teatro no se define, se siente. Y ese entretejido de lenguajes es lo que lo convierte en experiencia.

P: ¿Cómo trabajas en tu proceso creativo? ¿Tienes algún método concreto?

R: Trabajo con bocetos. Hago pequeñas aproximaciones, muy similares a la pintura. No busco un diseño acabado desde el principio. Doy premisas y los actores y actrices van creando. No me interesa la perfección, sino lo humano que surge en ese proceso. Por eso digo que desde el inicio hacemos “ensayos generales”: siempre recorremos la obra completa, afinándola poco a poco, hasta llegar a la forma definitiva.

P: En tiempos tan digitalizados, ¿trabajas en analógico o en digital?

R: Prefiero lo artesanal. Aunque algunos ya usan inteligencia artificial, yo sigo creyendo en el círculo antiguo: sentarnos y contarnos historias. El teatro comienza ahí, con alguien que cuenta y otro que escucha. Y escuchar también es crear. Esa relación es profundamente humana y nos conecta con un pasado remoto. En un mundo donde las máquinas aceleran todo, el teatro necesita desacelerar. No se trata de producir una obra en un mes, sino de darle el tiempo que cada experiencia exige.

P: Si miras hacia atrás, ¿qué sientes que te ha devuelto el teatro?

R: El teatro me salvó muchas veces. Me salvó de ser un obrero adolescente en un mundo industrial terrible, me salvó de la dictadura cuando me expulsaron de la universidad, me salvó del exilio y de la soledad. No ha sido algo externo, sino algo que ha estado dentro de mí. El teatro ha sido la manera de procesar mi vida y, en algunos momentos, de alcanzar la felicidad. Creo en un teatro profundamente humano y político, entendido como la posibilidad de vivir en comunidad, de vivir bien.

P: ¿Qué consejo darías a los jóvenes autores que empiezan ahora?

R: Que hablen. Hablar significa escribir. Si no hablas, no te vas a curar. Escribir es un proceso de curación, es exorcizar la vida. Nadie lo hará por ti. Escribe como si fuera lo último que vas a hacer, con la duda siempre de si es la manera correcta de decir lo que quieres decir. Y si la respuesta es sí, tienes que escribirlo. Todas las voces son importantes.

P: Para terminar, ¿cuál es tu palabra favorita?

R: La memoria. No hacemos nada que no esté relacionado con ella.

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